"El amor a los libros puede ser más fuerte que el gusto por una vida que se viera privada de ellos"
Claude Roy, El amante de las librerías

sábado, 21 de enero de 2012

Mis relatos (I)

Cojo el bote de mermelada y lo estrello contra la pared. “¿Has visto lo que has hecho?” me dice Mayka mientras se levanta. Le oigo exclamar que uno de los cristales rotos le ha rozado el brazo. Mientras, me doy cuenta de que el periódico sigue abierto en la mesa de la cocina, donde lo he dejado después de leerlo. Aprovecho y vuelvo a mirar el anuncio. Recuerdo que el texto se había emborronado a causa de la tinta fresca, y mis dedos mojados hacen ahora el resto, no se distingue la dirección.
“¿Qué pasa contigo?” me dice Mayka, y tira la servilleta manchada con dos gotas de sangre sobre la mesa. Parece un mapa con dos ciudades señaladas en rojo. Yo le respondo que ni siquiera le ha rozado, pero ella no está de acuerdo. “Sí lo ha hecho”, me dice, “no te entiendo”. Intento no mirarla, me dice que tendré que recogerlo todo yo. Ahora sí que miro su espalda, cuando sale de la cocina con los brazos cruzados sobre el pecho.


Oigo la lluvia fuera, y también la puerta de casa cerrarse. Me levanto al rato y cojo la bayeta, no me apetece limpiar. La encimera está desordenada, con los restos de la cena del día anterior. Me tocaba a mí recoger pero me quedé viendo el fútbol, y luego la porno del sábado a ver si me animaba. Mayka quería intentarlo, ayer, pero cada vez me cuesta más. No puedo estar a punto en cualquier momento.
Recojo los cristales, me corto con uno. Miro la sangre que recorre mi primera falange y forma una gota perfecta al llegar a la segunda. Y cae al suelo dibujando un círculo ovalado. Miro el cristal manchado de sangre mezclándose con la mermelada. Observo que tienen el mismo color. Después leo las palabras que quedan en la etiqueta pegada al cristal. Un nombre de ciudad, ya lo he leído antes, esta mañana. Tiro el cristal con fuerza a la basura, resuena el golpe en mis oídos resaltando las letras de esa ciudad que veo en mi mente en color rojo. Hasta en la mermelada sale.

Camino ahora hacia el descansillo. Recorro en tres pasos la distancia que me separa de la entrada y miro el recibidor. Ha quedado un hueco donde estaba el abrigo de Mayka, la percha vacía proyecta su sombra como la cabeza de un cóndor americano. Recorro con el dedo las rugosidades del gotelé siguiendo su contorno, que cae a pico sobre el paraguas. Lo cojo y voy hacia el salón. Y salgo a la terraza.

Mi madre decía que el agua da la vida. Yo solo veo un cielo cada vez más gris, y un trueno que lo atraviesa como en un anuncio en 3D. Suelto el paraguas y dejo que la lluvia me moje la cara. Las gotas caen sobre mis ojos, un golpe, luego otro, caen tan seguidos que empiezo a no distinguirlos. Ahora se hunden en mí aniquilando el calor de mis brazos, de mi pecho. “¿Por qué no quieres ir?” recuerdo a Mayka vocalizando, solo los labios rojos moviéndose, sin sonidos. La humedad atraviesa mis costillas y llega al corazón.

Tirito mientras me pongo una tirita en el dedo. Qué gracioso. He tenido que buscarla en tres sitios distintos y estaba en el botiquín del baño. La risa me alivia.
Cuando acabo de quitarme la ropa mojada suena la puerta otra vez. Salgo del baño y veo a Mayka sentada en la cama. La oigo llorar, y observo las gotas que caen de su pelo hasta la colcha, formando un mosaico grisáceo entre los bordados rojizos. Abrazada a un almohadón mojado, mira una foto. La veo desde aquí, es la foto de un bebé.
“No voy a probar más tratamientos,  ni aquí ni en Pekín”, le digo, “no podemos tenerlos, tienes que asumirlo”. Ella no me mira, ni siquiera me responde.
La lluvia golpea la persiana mientras recojo mis cosas. Mayka sigue sentada, sin moverse. Miro por la ventana cuando atravieso el salón, y veo el paraguas tirado sobre las baldosas rojizas. Salgo y lo recojo, antes de ponerme mi abrigo. Ahora es mi percha la que parece un cóndor. Miro su sombra por última vez, antes de salir.

©Rhut López Zazo

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