"El amor a los libros puede ser más fuerte que el gusto por una vida que se viera privada de ellos"
Claude Roy, El amante de las librerías

viernes, 29 de noviembre de 2013

Ojos de ánima


Imagina que estás paseando por un jardín. Los parterres enmarcan siluetas femeninas, huecas, de mármol, y tú te paras ante una en concreto. Crees que te mira cuando pasas, también cuando te vas, y esa imagen aparecerá en tu memoria cada vez que escuches a alguien decir esa palabra: jardín.
Porque todos los días, durante veinte años, fuiste a visitar esos ojos blancos que sin verte te reconocían.

Imagina que un buen día vuelves a la ciudad. Han pasado veinte años, la vida no te ha tratado tan bien como tú te mereces, y al pasar por la piazza del palacio tras el que se oculta el jardín vuelves a sentir con fuerza que allí, hace años, viste unos ojos que te hacían descansar, que su tacto cuando tocabas su mano, tan pálida, te hacía sentir muchas cosas.

Y decides acercarte a ese lejano recuerdo, pasas por la puerta principal del palacio y atraviesas el patio evitando pisar las líneas que separan cada una de las baldosas, esperando impaciente subir de dos en dos los peldaños que te llevarán, tras escalar por un breve túnel, a tu rutina verde-clara y marmórea. A la visión encantada de esos ojos blancos que recuerdas con cierto anhelo. Y ya estás frente al arco de entrada, cegado por el desasosiego, y vas a estirar tu pierna derecha para pisar el primer escalón cuando, tras un golpe seco, encuentras algo que no recordabas: una puerta. Y está cerrada.

Y llamas y llamas con los nudillos de tu mano derecha, mientras te frotas la rodilla con la mano izquierda, hasta que caes en la cuenta de que el cartel pegado a escasos dos milímetros del vano te informa de que han terminado los trabajos de remodelación del jardín. Y de que el día siguiente a tu marcha de la ciudad, hace ya veinte años, curiosamente el jardín se cerró al público. Y que solo es posible visitarlo si compras la entrada del museo-palacio, tan flamante y tan antiguo que todavía siguen arreglando sus estancias. Siguen ordenando y ordenando lo ya creado y recreado por sus autores cuatrocientos años atrás, en un proceso que intuyes inacabable. Adiós a esos picnics, a esos paseos familiares por los carriles centrales, bajo la fuente de Neptuno, que tan bien recordabas porque los daban otros a los que mirabas desde lejos, padres con los perros del collar y los hijos de la mano. Te preguntas si la frondosidad que ocultaba de las miradas a esos ojos marmóreos, en la última esquina del jardín bajo la tapia del este, seguirá esperándote allí.
Y obviamente, señala el cartel, cada vez que quieras ver esos ojos, será pagando.

"La han convertido en una prostituta" pensarás, imagínalo. Vendida al mejor postor, sin posibilidad de elección. ¿Tocarán su mano, que tan suave bajaba hacia su pubis? ¿Serán sus ojos contaminados por el tacto de algún obseso que vaya a visitarla cada día? "Sin que puedas tú huir de él, amor mío. Y yo, tantos años lejos, sin saber que tenía que protegerte". 
Te sentirás culpable.
Porque los turistas, piénsalo, se meten en una competición que es una rueda, en pugna por entrar, por subir, por mirar. Por tocar. Por llegar el primero hasta el último rincón. Seguro que a tu rincón, al que los niños no llegaban, sí que se acercarán ellos con sus ojos sucios. 
Y en el cartel estará la clave. 

Por la noche, imagina, te acercas a la tapia del este con un gancho y unas cuerdas. Las tirarás a lo alto y comenzarás tu escalada. "El amor está esperándome", piensas, mientras las cuerdas golpean el enfoscado que cae a trocitos. Y tus pies, sin dar un ruido, se posan en la arena del otro lado. Buscas ansioso con la mirada, la luna te deja ver con claridad. Andas unos pasos, estás en el punto justo donde la viste por última vez, hará ya veinte años. Pero allí no están esos ojos blancos, no los encuentras, no está oculta entre la hiedra, esperando para formar parte de la pared de ese laberinto que es tu vida, no está bajo los árboles, y crees ver los retazos de su manto claro desapareciendo a lo lejos. Y te desgarras la voz en pos de una simple luz, que es solo la luz de la luna. Estás hundido y te apoyas en la pared, junto a un cartel que anuncia que tu amor se ha ido y no volverá, que estará en Roma para siempre, en una vitrina, expuesta al aire y a las risas. Pero piensa, al menos, que estará lejos de esas manos sucias.

Pero tú los necesitas, ahora, esos ojos y esa suavidad, ese bálsamo que te calma. Necesitas tocarlos de nuevo, esas esferas blancas hechas gris por el paso del tiempo, esa mano y ese pubis encaracolado. Ella tiene unos ojos, tú lo sabes, parecidos a los de la mujer que se acerca dándote el alto, esa mujer que saca un radiotransmisor y habla con sus compañeros, mientras trata de sacar la pistola de su funda.
Y ya tienes en una mano el cincel, y en la otra el martillo, y pensarás mientras la tiras al suelo que unos ojos, siempre serán unos ojos.*




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*Cuando visité el Jardín de Bóboli en Florencia, hará ya dos meses, acabé sentada en un repecho desde el que se veía el Duomo, en una panorámica excelente de la ciudad. En la guía turística me entretuve leyendo que este había sido un jardín de uso libre para los florentinos, y que hace veinte años se cerró al público en general. A veces me invento historias sobre los sitios que visito, unas mejores y otras peores, algunas de fácil final, y otras de despertar lento. Este es solo un recuerdo inventado que añadir al resto. ©Rhut López Zazo 






3 comentarios:

  1. Querida amiga: ¿Te has preguntado cómo se sentía ella, la "bella donna di pietra" del pubis acaracolado, cada vez que él pasaba a su lado? ¿Te has preguntado si su marmóreo cuerpo convulsionaba, temblaba de frío ardor, cada vez que él tocaba su pálida mano, o si, por el contrario, un asco nauseabundo recorría todo su ser ante otra sucia caricia más? ¿Te has preguntado cómo vería ella las cosas desde sus blancos ojos, ya grisáceos por el tiempo? ¡Cuéntanos el otro lado de la historia! ¡Sigue cautivándonos con tus palabras! Igual algún día, si quieres, conversamos en la distancia de tu blog de los amores fetiche.

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    2. Caro amico: cuánto tiempo sin leernos. Parece que fue ayer cuando me escribiste y yo te respondí, cautelosa, hablando siempre de jardines y de hojas y de amor. Pero he de decirte que el otro lado de esta historia no existe, me temo, porque el mármol siempre será mármol. No hay lugar para los sentimientos en ella, no lo había en el bloque del que salió, esa estatua que habitaba ya en la roca pétrea antes de que su escultor la desnudara, le quitara sus ropas capa a capa para ofrecer su belleza al mundo.
      Otra cosa, en cambio, es el amor, tan fugaz y doloroso, tan apasionado cuando lo encontramos de nuevo en nuestro camino. Y cuando quieras, siempre que quieras, hablaremos sobre él, sobre su ausencia y su presencia, que tanto enloquece y trastorna y nubla el juicio de los buenos caballeros...

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