"El amor a los libros puede ser más fuerte que el gusto por una vida que se viera privada de ellos"
Claude Roy, El amante de las librerías

martes, 25 de noviembre de 2014

Agua


No puedo escribir mientras escucho música. ¿Será esa la causa por la que llevo un año sin parar por aquí? ¿O será porque la última vez las hojas de los árboles estaban caídas, me olvidé de todo, y ahora que vuelvo a verlas cuando salgo a la calle me llegan los recuerdos? Hace demasiado calor para estar pensativa, pero sí es cierto que os he echado de menos, como a ese otoño callado que ha llegado sin que me de cuenta, de improviso, precediendo al invierno al que intento engañar viajando a ver el mar y riéndome mientras el sol calienta mi espalda.
Siempre el mar detrás de todo, detrás de mi poesía, siempre detrás del amor.

De cualquier forma la música se ha hecho un hueco en mis horas, que van pasando despacio pero sin que pueda detenerlas. Ojalá pudiéramos parar el tiempo en el momento exacto en el que somos muy felices, o en ese en el que estamos especialmente melancólicos pero con una sensación tan plena que nos quedaríamos así para siempre, como cuando te da la lluvia suave en la cara o te salpica la espuma de una ola. Es una sensación tan dulce que quizá  mataría por intentar que no se fuera o, quizá, disfrutaría dejándola ir pensando en el momento en el que volveré a encontrar un instante de éxtasis similar. Porque el paso del tiempo es inexorable ¡qué lugar común! pero tan cierto: solo podemos dejarnos llevar y mirar el presente que está al lado sin malgastar el tiempo pensando en el futuro, que aún no existe y es cambiante, determinado por mis actos de esta tarde de tal forma que lo que pienso hoy que ocurrirá, puede mutar mañana.
Así que me dejo llevar por el tiempo, en un baile que no deja la misma sensación que bailar con un hombre, con un amante, con un amigo, pero se asemeja. Cuando bailo me dejo llevar por el otro y por la música, y me olvido. De mí misma. De todo. De lo que va a pasar cuando suene el último acorde de la canción. De lo que ocurrirá mañana. Solo sentir.
El futuro aún no existe, me digo, déjate llevar, recuérdalo siempre.

Como con la gente que se va y no vuelves a ver, o sí, que sigue con sus vidas igual que tú sigues con la tuya, en otro escenario de los muchos que conforman el mundo. Con otros actores. Pero siempre con el tiempo como elemento común, esa cuarta dimensión que nos mantiene como elementos de un atrezo continuo que es esférico y está entreverado por el océano y por ríos de agua que comunican todo, que permiten que te encuentres de nuevo. Y por cables de fibra óptica que no permiten el olvido. Porque nunca seremos extraños, siempre existirá lo que hemos vivido grabado en el tiempo. El amor de hermanos, de amigos, de amantes, que no se desvanece, que perdura. Que nos da felicidad aunque solo sea un recuerdo.

Mi mente cambia como el agua. Serán ríos de sentimientos, me digo a mí misma mientras escucho otra canción.






viernes, 29 de noviembre de 2013

Ojos de ánima


Imagina que estás paseando por un jardín. Los parterres enmarcan siluetas femeninas, huecas, de mármol, y tú te paras ante una en concreto. Crees que te mira cuando pasas, también cuando te vas, y esa imagen aparecerá en tu memoria cada vez que escuches a alguien decir esa palabra: jardín.
Porque todos los días, durante veinte años, fuiste a visitar esos ojos blancos que sin verte te reconocían.

Imagina que un buen día vuelves a la ciudad. Han pasado veinte años, la vida no te ha tratado tan bien como tú te mereces, y al pasar por la piazza del palacio tras el que se oculta el jardín vuelves a sentir con fuerza que allí, hace años, viste unos ojos que te hacían descansar, que su tacto cuando tocabas su mano, tan pálida, te hacía sentir muchas cosas.

Y decides acercarte a ese lejano recuerdo, pasas por la puerta principal del palacio y atraviesas el patio evitando pisar las líneas que separan cada una de las baldosas, esperando impaciente subir de dos en dos los peldaños que te llevarán, tras escalar por un breve túnel, a tu rutina verde-clara y marmórea. A la visión encantada de esos ojos blancos que recuerdas con cierto anhelo. Y ya estás frente al arco de entrada, cegado por el desasosiego, y vas a estirar tu pierna derecha para pisar el primer escalón cuando, tras un golpe seco, encuentras algo que no recordabas: una puerta. Y está cerrada.

Y llamas y llamas con los nudillos de tu mano derecha, mientras te frotas la rodilla con la mano izquierda, hasta que caes en la cuenta de que el cartel pegado a escasos dos milímetros del vano te informa de que han terminado los trabajos de remodelación del jardín. Y de que el día siguiente a tu marcha de la ciudad, hace ya veinte años, curiosamente el jardín se cerró al público. Y que solo es posible visitarlo si compras la entrada del museo-palacio, tan flamante y tan antiguo que todavía siguen arreglando sus estancias. Siguen ordenando y ordenando lo ya creado y recreado por sus autores cuatrocientos años atrás, en un proceso que intuyes inacabable. Adiós a esos picnics, a esos paseos familiares por los carriles centrales, bajo la fuente de Neptuno, que tan bien recordabas porque los daban otros a los que mirabas desde lejos, padres con los perros del collar y los hijos de la mano. Te preguntas si la frondosidad que ocultaba de las miradas a esos ojos marmóreos, en la última esquina del jardín bajo la tapia del este, seguirá esperándote allí.
Y obviamente, señala el cartel, cada vez que quieras ver esos ojos, será pagando.

"La han convertido en una prostituta" pensarás, imagínalo. Vendida al mejor postor, sin posibilidad de elección. ¿Tocarán su mano, que tan suave bajaba hacia su pubis? ¿Serán sus ojos contaminados por el tacto de algún obseso que vaya a visitarla cada día? "Sin que puedas tú huir de él, amor mío. Y yo, tantos años lejos, sin saber que tenía que protegerte". 
Te sentirás culpable.
Porque los turistas, piénsalo, se meten en una competición que es una rueda, en pugna por entrar, por subir, por mirar. Por tocar. Por llegar el primero hasta el último rincón. Seguro que a tu rincón, al que los niños no llegaban, sí que se acercarán ellos con sus ojos sucios. 
Y en el cartel estará la clave. 

Por la noche, imagina, te acercas a la tapia del este con un gancho y unas cuerdas. Las tirarás a lo alto y comenzarás tu escalada. "El amor está esperándome", piensas, mientras las cuerdas golpean el enfoscado que cae a trocitos. Y tus pies, sin dar un ruido, se posan en la arena del otro lado. Buscas ansioso con la mirada, la luna te deja ver con claridad. Andas unos pasos, estás en el punto justo donde la viste por última vez, hará ya veinte años. Pero allí no están esos ojos blancos, no los encuentras, no está oculta entre la hiedra, esperando para formar parte de la pared de ese laberinto que es tu vida, no está bajo los árboles, y crees ver los retazos de su manto claro desapareciendo a lo lejos. Y te desgarras la voz en pos de una simple luz, que es solo la luz de la luna. Estás hundido y te apoyas en la pared, junto a un cartel que anuncia que tu amor se ha ido y no volverá, que estará en Roma para siempre, en una vitrina, expuesta al aire y a las risas. Pero piensa, al menos, que estará lejos de esas manos sucias.

Pero tú los necesitas, ahora, esos ojos y esa suavidad, ese bálsamo que te calma. Necesitas tocarlos de nuevo, esas esferas blancas hechas gris por el paso del tiempo, esa mano y ese pubis encaracolado. Ella tiene unos ojos, tú lo sabes, parecidos a los de la mujer que se acerca dándote el alto, esa mujer que saca un radiotransmisor y habla con sus compañeros, mientras trata de sacar la pistola de su funda.
Y ya tienes en una mano el cincel, y en la otra el martillo, y pensarás mientras la tiras al suelo que unos ojos, siempre serán unos ojos.*


martes, 30 de julio de 2013

Navegando en una noche de verano

Calor y mosquitos, que ya no moscas, son las palabras que asocio hoy con el mes de julio. Ese calor, que me impide escribir porque reseca mi cerebro, cuarteando las futuras láminas incrustadas entre dos placas, bajo un microscopio, en las que se convertiría si donara mi cuerpo para el estudio de la ciencia.

Engranaje de un Cerebro biónico, que piensa por sí solo
Imagino que así se cuartean las hojas de papel en las que los escritores y pintores sacan bocetos de sus obras. Y las hojas de papel de los libros que leen y que anotan, cuando baja el nivel de humedad y el calor seco fragiliza los pigmentos y constriñe los poros del papel.
Porque anotar copias privadas de libros es un placer y, aunque perderían valor en una librería de viejo, seguramente los compraría a buen precio alguna persona interesada en lo mismo en lo que tú te interesabas. Seguirías leyendo a través de sus ojos.

Y ahora me doy cuenta de que periódicamente regreso a las mismas ideas, a las notas manuscritas y libros anotados, a las cartas de personajes y escritores famosos. Siempre a vueltas con lo que a otros les parece interesante: los procesos de trabajo del autor, para conseguir una obra que antes era lo único que veía la luz. Quizá estamos ante la plaga real del siglo XXI: la revisión continua y obsesiva de las figuras mitificadas y de todo lo que gira en torno a ellas, desde el color de sus bragas a la recopilación de los objetos que tuvo en vida. Y gran parte de la culpa la tiene Internet.

(Harry Ransom Center) Players de DeLillo, 
anotada por David Foster Wallace
Busco y voy encontrando: blogs repletos de imágenes digitalizadas de manuscritos y lecturas, artículos múltiples con libros anotados por autores que han alcanzado la fama, o imágenes de los cerebros que escribían todo aquello. Imágenes genéricas, pero aplicables a cualquiera que escribiese.
Y bibliotecas enteras anotadas, como la de David Foster Wallace, Jorge Luis Borges o Herman Melville, accesibles a través de la web, con todas sus anotaciones al margen de los libros, junto a la voz de escritores que hablan sobre bibliotecas de escritores.


O viajes vitales encantados de coleccionistas genialmente descritos, como en la novela Un abrigo para Proust, de Lorenza Foschini, que os recomiendo como lectura para este verano. La búsqueda de una investigadora que sigue los pasos de un bibliófilo que fue recuperando los objetos que Proust poseía mientras vivió,el dormitorio donde escribía, sus artículos de aseo personal, e incluso su abrigo oscuro, guardado en una caja de teca, ese con el que aparece en sus fotos. Un viaje que salvó de la quema los manuscritos de los que me ocupé un día en otra de las celdas de esta colmena llena de ideas.


En fin, que te pierdes en Internet ante toda la información que aparece. Necesitas una guía, una idea fija de búsqueda para no acabar envuelta en la red de páginas y de enlaces que te atrapa hasta altas horas de la madrugada, siguiendo el pensamiento en sarta en el que una idea lleva a otra por proximidad, no por causa y efecto. Una red que simula las conexiones neuronales de un cerebro a pleno rendimiento, que no descansa nunca por el calor y, quizá, por los insectos, que abundan tanto en estas noches tibias de verano.



(Universidad de Virginia)
Dibujo de Borges para Viejo hábito argentino








domingo, 16 de junio de 2013

Máquinas de escribir, un enigma resuelto

Siempre he pensado que saber escribir a máquina es una ventaja. No tener que mirar el teclado, algo que yo hago a menudo, es un punto a tener en cuenta cuando tienes que pasar a limpio veinte folios manuscritos. Y el martes pasado volví a recordar, de nuevo, que nunca llegué a aprender bien.
Todo porque yo estaba pulsando teclas a toda máquina mirando alternativamente al teclado del ordenador y a unos cuantos folios doblados por la mitad, escritos a lápiz, lo que me estaba provocando un dolor terrible en el cuello, cuando escuché la musiquilla del Planeta imaginario, esa de un programa de televisión que me encantaba cuando era muy pequeñita. Tardé en caer en que ese es el tono que llevo en el móvil. Es decir, que estaba sonando el teléfono y no me había dado ni cuenta.
Cuando colgué el auricular, mejor dicho, cuando apreté al botón de finalizar llamada, cerré lentamente el procesador de textos tras guardar lo escrito, y abrí el navegador. Me sentía bien.

Me habían hecho una pregunta, me habían encomendado una tarea interesante: encontrar un dato para la novela de un amigo, él que sabe que he trabajado como documentalista. Yo estaba tan emocionada de que alguien me pidiera ayuda, que dejé todo lo que estaba haciendo en ese momento para empezar la búsqueda. Pero he de deciros que me duró poco la impresión. Siempre, siempre, siempre, por rutina, por si acaso, por si cuela, empiezo a buscar en Google y, esta vez, enseguida encontré la respuesta. Este chico, pensé, qué poco se lo curra...

La cuestión es que a alguien le habían preguntado lo mismo, y ya tenía la solución. Un maravilloso bibliotecario movió sus hilos para saber cuál era la máquina de escribir que utilizó Virginia Woolf. Claro, queda mucho mejor poner a la Woolf escribiendo en una Portable Underwood, o en la Remington que utilizaba su marido, que en una simple máquina de escribir.
Pero lo cierto es que todos somos curiosos por naturaleza. Queremos conocer, saber qué ocultan las preguntas, aquellas que se lanzan por escrito, en la red  o por el aire, aquellas que capturas con tu mano a vuela pluma persiguiendo saciar la curiosidad del prójimo. En mayor o menor grado intentamos indagar cuando nos encontramos ante un enigma. Y a eso nos dedicamos los bibliotecarios, a ayudar a la gente.

Porque además, se puede provocar la curiosidad ajena mostrándole a otros lo que uno descubre, convirtiendo así mi respuesta en un enigma dentro de su cabeza, que ávidos seguirán leyendo para saciar su curiosidad.
Porque la cosa no quedó aquí, claro. Yo ya estaba dispuesta a enviarle toda clase de documentación, por pundonor profesional, al menos. Así que indagué, e indagué, y encontré muchas cositas sobre los escritores y sus antiguas máquinas de escribir.

Por ejemplo, esta página, The classic Typewriter page, un lugar donde disfrutar explorando entre todo lo que se puede aprender sobre máquinas de escribir. En concreto, hay una página entera dedicada a las máquinas de escribir que utilizaron personajes y escritores famosos como Salinger, que arrastró con él por toda Europa su pequeña máquina de escribir portátil. Sus compañeros del frente lo recordaban aporreando el teclado bajo una mesa mientras los estaban atacando, no lejos del frente. Quería ser un buen escritor, y se pasaba el día escribiendo.
O el Museo virtual de las maquinas de escribir, The Type Writer Online Museum, que permite indagar en la historia y creación de estos objetos que el ordenador parece haber desterrado.

Una consulta, sí, y un camino lleno de enigmas por responder. Y una curiosidad nacida del hecho de encontrar, por casualidad googleana, la solución.
Hoy yo me quedo con la Hermes 3000 de Sam Shepard, ¿cuál elegirías tú?


viernes, 7 de junio de 2013

Recordar

Escribir sobre jardines. Escribir sobre jardines mientras te paseas por uno de ellos. Escribir sobre tu vida mientras te sientas en un banco del parque.
Recordar. Recordar cuando te sentabas en las escaleras del portal con tu hermana, y mirabais hacia fuera en el verano. Las paredes de mármol daban un frescor especial, como el del agua del verano que salía de la garrafa que mi padre metía, atada con un cordel, en el pozo. Frescor innato, no del que producen los frigoríficos, sino el del sabor de la sandía que veíamos atemperar en el río, en agosto, cuando sales a merendar y metes los pies en el agua fría que baja de Gredos. Sentadas en la escalera, sí, con el abanico cerrado a nuestro lado. 
Mirábamos pasar a los viandantes que paseaban por la ciudad. Casi podíamos oler las gotas de sudor que bajaban por su espalda, ocultas por las camisetas llenas de manchas oscuras en las axilas, en la espalda, justo debajo del cuello, formando un mapa como el que las nubes componen en los cielos de tormenta.

Pero no veíamos el cielo desde allí, solo la casa vieja de enfrente, cada vez más baja según iban añadiendo capas de asfalto, año tras año. Y veíamos a la gente, cada vez más ajada, cada vez más blanca, mientras nosotras contemplábamos la vida pasar sentadas en nuestra urna, tan fresca. 
Y un día un juego: a ver quién gana, yo cuento a los que van a la derecha, tú los que van a la izquierda. Día tras día apuntábamos en una libreta, esta mañana han pasado ciento veinte hacia la derecha, pues yo he contado cien hacia la izquierda, sí, pero no valen que han pasado tres veces porque son los vecinos y sabemos cuáles son sus caras, sí que valen porque a lo mejor no los conocemos y han pasado también y no nos hemos dado cuenta. Y una cuenta de números que son personas que van a comprar, a pasear, a sentarse, durante muchos veranos, y que son palitos en una libreta que cada vez está más rota y que cada vez nos importa menos. Hasta que un año ya no te sientas en las escaleras y te olvidas de que existió una vez una lista y prosigues tu camino, fuera del portal, dejando que la vida te coma a trozos, a veces, mientras otras veces le arrancas tú pedazos con los dientes. Y pasan las gentes esta vez a tu lado, sin mirarte, y ya no hay izquierda o derecha, sino ir hacia delante, o volver sobre tus pasos. Y un buen día te sientas en el banco del parque a escribir sobre jardines, como ayer, y de repente escuchas unas voces, escuchas a dos niñas sentadas en un banco, al sol, que van contando las personas que pasan hacia la derecha y hacia la izquierda. Y recuerdas cómo tú contabas personas, cómo les ponías vidas postizas que hubieras querido escribir con detalle, pero no hubieras podido porque sus vidas duraban solo el segundo en que pasaban por el cristal de la puerta, cada vez más rápidas, cada vez más esquivas. Y recuerdas que saliste a la calle para seguirlas.
Y te das cuenta de que todo se repite, que aunque tú envejezcas la vida siempre busca otro camino para seguir adelante. O para caminar en círculos, quién sabe.

martes, 14 de mayo de 2013

Y el libro se perdió en la noche de los tiempos

Hace unos días encontré una entrada en un blog. Escrita en inglés, como si de un cuento de Borges se tratara, me metió en vena las ganas de saber más.

Borges escribió su cuento Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, en el que la apócrifa versión de un volumen, el número XI de la Anglo-American Cyclopaedia de 1902, conduce al descubrimiento de un planeta, Tlön, hasta ese entonces desconocido. En el cuento, Borges es el único que tiene acceso a ese ejemplar, su copia es la única que posee ese artículo. Y ahora en mi pantalla leo algo similar.

Esto es lo que parece esta noticia, aparecida en un blog el 3 de mayo. La cuestión es que se lo he reenviado a varios amigos, y ninguno ha sido capaz todavía de entrar en el enlace. En él se pide ayuda para localizar una obra, solo mencionada en el New Oxford Dictionary para ejemplificar alguno de los significados de sus palabras. Palabras inglesas, en concreto 51, en un libro que algunos creen de tono pornográfico, y otros poético por el lenguaje que se utiliza en esas citas. Solo nos quedan esos breves retazos de una obra que ni ellos han sido capaces de localizar en ninguna base de datos, tampoco en una biblioteca. Y nos piden ayuda, ¿solamente a mí?

La única evidencia de su existencia es una simple línea en un catálogo de librero. 1852, Londres, y un título: Meanderings of memory. Intuyo que quizá solo sea un folleto, de 5 a 10 páginas a lo sumo. Empiezo a buscar y no encuentro nada. Me obsesiono con la idea de localizar el folleto, y hace doce horas, por fin, lo localizo en un catálogo de Sothebys de 1854. Leo la anotación hecha a mano: "Written and published by a well-known connoisseur with the epigraph 'Cur potius lacrimae tibi mi Philomela placebant?

Pero mi tiempo se acaba, no recuerdo nada del latín que aprendí y, lo más importante ¿cómo puedo estar segura de que soy la única que tiene acceso al enlace? He analizado cuidadosamente las 51 citas buscando una pista que me conduzca a mi objetivo, pero nada. No he podido encontrar ni una sola pista sobre el volumen.
¿Podéis vosotros entrar? Por favor, contadme si encontráis algo, y compartiremos los méritos en su descubrimiento. Quién sabe si podremos poner nombre a un nuevo paisaje sin descubrir...

Para saber más...